El arte puede ser un espejo del yo, pero también una puerta de salida. No todo lo que se pinta viene de una voluntad consciente, de un plan o de una intención estética. A veces, lo que aparece sobre el lienzo es más honesto que lo que se deseaba pintar. Y esa aparición, cuando no se fuerza ni se corrige desde el juicio, permite que algo profundo suceda: el ego se repliega. Se abre una grieta. En ese hueco, el arte deja de ser un producto para convertirse en una forma de vida.
En la práctica del Seitai, se da un fenómeno similar. No se busca corregir nada, ni mejorar, ni alcanzar un ideal corporal o espiritual. Simplemente se da espacio. Se escucha al cuerpo. Se le permite moverse desde su necesidad, no desde una forma impuesta. Y en esa escucha, en esa espontaneidad vital, algo esencial se ordena sin que intervenga la voluntad. Lo mismo puede ocurrir en la pintura.
El ego tiende a intervenir cuando el resultado no coincide con la expectativa. En la pintura, esto se traduce en un rechazo inmediato a lo que “no queda bien”. Sin embargo, cuando se pinta desde una atención no controladora —una atención viva, abierta, similar a la que se cultiva en el movimiento espontáneo del Seitai—, se aprende a observar sin intervenir. A no tapar, a no corregir enseguida.
Aceptar lo que aparece no es una resignación, sino una forma activa de confianza. Es dejar que la vida, a través del cuerpo, se exprese como es, sin filtro. En Seitai, esto se manifiesta en el katsugen o el yuki, donde el cuerpo encuentra por sí mismo su equilibrio sin que nadie le diga cómo. En la pintura, esta confianza se traduce en dejar que la imagen emerja, aunque no se entienda, aunque no se ajuste a ninguna idea previa.
Aceptar lo que aparece es pintar sin prejuicio. Escuchar la pintura como se escucha una respiración alterada o un temblor en el cuerpo: sin tratar de arreglarlo, simplemente dándole espacio.
Toda finalidad crea una tensión. Incluso la más noble —expresar una emoción, transmitir un mensaje, alcanzar una belleza— introduce una expectativa que condiciona el gesto. Pintar sin finalidad es entrar en un espacio despojado, donde el acto no tiene otra justificación que el acto mismo. No hay propósito ni utilidad. Solo la relación entre cuerpo, materia y momento.
Esto guarda una profunda resonancia con el Seitai. En sus prácticas no hay meta terapéutica ni deseo de transformación. No se busca sanar, sino vivir con más amplitud, con más yutori. El cuerpo no se instrumentaliza: se le permite ser. Del mismo modo, en la pintura sin finalidad, la imagen ya no es un medio para lograr algo. Es un lugar donde simplemente se está.
Este estado de gratuidad —hacer sin buscar nada a cambio— es profundamente liberador. El ego, que vive del propósito y del logro, se desorienta. Y al desorientarse, se vuelve más silencioso.
Cuando el gesto pictórico se vuelve fluido, cuando no se interpone entre la necesidad y la acción, la figura del autor se desvanece. Ya no es “yo pintando”, sino “algo pintándose a través de mí”. En Seitai se habla de la inteligencia vital, que opera sin que uno tenga que pensar en ella. Es una sabiduría que actúa desde el fondo, sin intermediación del yo consciente. La mano sabe. El cuerpo sabe. La vida sabe.
Esta desaparición parcial del autor no es una negación de la individualidad, sino una forma más honda de presencia. Uno se vuelve canal. Hay una expresión que ocurre, no porque se la imponga, sino porque se la deja suceder. Pintar así es parecido a dejar que el cuerpo se mueva solo durante katsugen undō: algo más profundo que el yo se pone en marcha, sin esfuerzo y sin control.
En estos tres gestos —aceptar lo que aparece, pintar sin finalidad, desaparecer como autor— se revela una forma de pintar que no busca afirmarse, sino dejar ser. Una pintura que nace no del ego, sino de una inteligencia vital más profunda. En esa práctica, el arte deja de ser una declaración y se convierte en una forma de escuchar la vida.